Ella solía vestir de tacones altos, minifalda gris y los labios brillantes que se lucían por entre los focos del semáforo de la esquina permanente que la acogía de noche.
Ella tenía los ojos circunferenciales, que se dilataban al expresar la sedocidad de su largo cabello que holgazadamente le hacía parecer al gamulan rojo que llevaba a ras de suelo; junto con el sonar de bocinas que paraban escandalozamente ofreciendo el eterno y burdo paseo alrededor de los oscuros callejones del Cerro San Cristobal.
Ella vivía una vida a lo ser sin parecer, a la lejanía de una realidad diurna, a la distancia de decir por hoy dejo las calles.
Día nueve; el cielo propenso para la lluvia. Ella tenaz al disparo del primer cliente que paró desorientado.
Ella sube con el gusto de encontrar abrigo, y el disgusto de recibirlo.
Hola- exclama a tono de proponer su trabajo-, pero el silencio término por acabar su sonrisa.
Era una noche distinta, los vidrios se empañaban por las aguas caídas en Mayo, y los dos seguían intactos como si la búsqueda por ambos hubiése acabado.
Ojos que miraban el camino y se perdían en la voz que no decía siquíera donde se dirigían, pero que se detuvieron con la misma soledad con que habían comenzado.
Es aquí -asintió ella- mientras él desendía con llaves en mano al piso 12, cuarto 703 y las miradas difusas del entorno que murmuraba a viva voz.
Ella lo agarro de la mano, le dijo sus servicios. Él la esquivo; saco con un mural en blanco junto a los pinceles y ese armónico: "Desnudate".
La mujer reaccionó confusamente, sin decir nada, sólo actuando.
Horas y horas atenuó a mano alzada y bocifero la belleza que ni un otro encontraría.
El sol aparecía por entre las cortinas; mientras ella abría los ojos y se reflejaba en aquella obra.
De él...de él nunca más se supo.